Últimamente veo con estupor como aumentan las huelgas, muchas de ellas, demasiado salvajes. Recién tenemos en la memoria el glorioso fin de semana que han hecho pasar los transportistas mallorquines a todos los ilusionados e ilusos turistas europeos, cuando, sin tiempo para el descanso y la reacción, los pilotos de Iberia (mal pagados, vejados y maltratados por la otrora empresa pública) vuelven a la carga con sus martes del terror, en los que hacen bueno ese viejo refrán que sabiamente nos aconseja, que en martes ni nos casemos ni nos embarquemos.
Aceptado el constitucional derecho a la huelga, así como a la pataleta y al enfado de los pobres paganos, que somos los que, al principio y al final, sufrimos las consecuencias de tanta huelga, tanta reivindicación y tanta protesta, las conclusiones que me preocupan, atribulan y me llenan de temores, no son, entre otras, la pésima imagen que hemos dado en el mundo entero con el espectáculo de los turistas acampados en las fuentes, los jardines, los pasillos del aeropuerto de Son San Juan; ni que gracias a la cabezonería del sindicato de alta clase denominado SEPLA, otras compañías aéreas estén haciendo su agosto en pleno mes de julio; ni siquiera lo que piensen el resto de lo países europeos, en los que, por cierto, también se producen acontecimientos tan nefastos como los que estamos viviendo en estas fechas.
Lo que realmente me preocupa es que volvemos a recordar tiempos pasados en los que no había día en el que no nos levantásemos con alguna huelga, reivindicación económica o protesta salarial, que en lugar de ayudar a la bonanza económica, lo que consiguen es presagiar que se acercan tiempos en los que los datos del PIB, el INEM, la Tasa de Población Activa y la inflación, no eran demasiado favorables, que se diga.
Por todo ello, y reivindicando mi constitucional derecho a la libertad de expresión, protesto por tanta protesta, y opino que HUELGA TANTA HUELGA.