Eduardo Vizcaíno | Experto en ventas
La huelga nuestra de cada verano

Todos los años ocurre lo mismo: mientras nos dedicamos a preparar las merecidas vacaciones veraniegas, los de casi siempre, se encargan de ver la manera en la que pueden fastidiárnoslas a través del democrático derecho a la huelga, al que todos los trabajadores pueden recurrir cuando quieren realizar reivindicaciones.

Queda menos de un mes para que los más tempraneros comiencen sus días de asueto, y la amenaza de diversos paros ya está caldeando el ambiente y atenazando los nervios de los futuros viajeros que sólo desean relajarse, desconectar y buscar el mejor lugar para recuperar fuerzas.

Para empezar, los clásicos: los pilotos de las compañías aéreas. Para continuar, los segundos de la clase: el llamado personal de tierra de las líneas aéreas. Para seguir, los fijos de siempre: el personal de todo tipo de hostelería, restaurantes, bares y hoteles de las zonas playeras. No seré yo quien discuta su democrático derecho a pedir lo que creen que les corresponde y hacerlo a través de la convocatoria de paros laborales que, dadas las fechas en los que los realizan, tienen un claro objetivo: tocar en donde más le duele a las empresas, la cuenta de resultados a través de su descenso en ingresos.

Aún está en la memoria de todos los españoles la salvajada realizada por los controladores aéreos con su inesperada e injusta huelga, y pasados demasiados meses, todavía no se ha hecho justicia con los pobres afectados que vieron como sus intentos viajeros quedaron frustrados por el empecinamiento y la irracionalidad de unos trabajadores que, según parece, son unos privilegiados, salarialmente hablado.

El refranero español es sabio y en él se encuentra uno que dice: contra el vicio de pedir, la virtud de no dar, que es la práctica habitual en las empresas cuando los trabajadores solicitan sus legítimas reclamaciones, exigencias o demandas. Pero cuando se recibe como respuesta un a lo mejor, o un quizás o, incluso, un no, es demasiado duro responder constantemente con la amenaza de una huelga, sobre todo cuando, demasiadas veces, a la vez que se realizan las peticiones se acompañan éstas con un calendario de futuros paros.

Es una pena que los ciudadanos de a pie, que al final somos los grandes perjudicados con todas estas huelgas, no sigamos el ejemplo de los sindicatos y sus reivindicativos trabajadores y, dejándonos llevar por la pasividad del Gobierno de turno, no iniciemos una huelga (a poder ser indefinida) en la que exijamos nuestro democrático derecho a no querer pagar tantos impuestos, enfrentarnos a la subida continua de las gasolinas con la excusa de su alto precio –incluso cuando éste en origen sólo hace que bajar-, oponiéndonos a las constantes prohibiciones de nuestra libertad personal en materia pulmonar introduciendo el humo que cada cual quiera y, sobre todo, quejándonos de una vez por todas de la cantidad de vividores y cara duras que ocupan cargos públicos cuando no han tenido ningún mérito para alcanzarlos más que el de pertenecer a tal o cual partido político.

Está muy bien que no se conculquen los derechos de los trabajadores y, gracias a la democracia, a los sindicatos y a la tranquilidad ciudadana, se ha mejorado mucho en este aspecto.

Pero de ahí a que, a la mínima, se amenace con huelgas salvajes como no le sean concedidas sus solicitudes a los reivindicadores de turno, hay un abismo.

El abuso del derecho de huelga sí que es algo indignante y por lo que habría que hacer acampadas en la Puerta del Sol, en la Plaza de Cataluña y hasta en el jardín de la Moncloa, si no fuese porque cada vez que llegan las de cada verano con esperar en los aeropuertos, insultar a los “azafatos y azafatas” de tierra y saber que igual tenemos que subir a la habitación del hotel nosotros mismos las maletas, nos damos por satisfechos.

Y así nos luce el pelo de tanto que nos lo toman.